lunes, 1 de marzo de 2010

Viaje noctívago


Aparecí en el país helvético para encontrarme con unos buenos y viejos amigos. El pequeño Danilo impulsó aún más ese encuentro, así como el rápido devenir y la longeva distancia que nos separan. Fue en Basilea y después en Berna donde discurrieron unos deliciosos días, largos y tranquilos, lejos de Brasilia, lejos de Madrid.
En Berna, nos alojamos en la casa de unos familiares, una casa baja de dos pisos, con aspecto apacible y pintada de color pastel, era un cobijo entrañable que daba a un jardín maravilloso de plantas de todos los géneros y tamaños. Este jardín finalizaba en un pequeño local contiguo, el cual, ejercía de conservatorio a la vecindad y del que por sus destartalados ventanucos salían a respirar alegremente las negras y las blancas, las corcheas y las locuaces semicorcheas. Los silencios, invisibles para los oídos, salían dignos y respetuosos a sus marciales tiempos mientras observaban con desdén el alboroto de sus compañeros de partitura en ese recreo musical imperante. Las síncopas saltaban de planta en planta de manera desordenada, las negras se posaban presumidas en las rosas amarillas de manera rítmica, así como las redondas se olvidaban durante cuatro tiempos de cambiar de arbusto.
Por la noche ya, los anfitriones, después de una exquisita cena y una serena y miscelánea conversación en francés, español y brasileño, nos acomodaron en nuestros aposentos como si de un pequeño hotel rural se tratara.
Mi camarote era amplio, el ventanuco daba al jardín y una vasta y maravillosa biblioteca cubría la extensa pared de la cabecera de mi cama, como si de un mascarón de proa de un navío del siglo XVI se tratara. Eleven anclas, zarpamos. Cientos de tripulantes observaban mis movimientos en cubierta como a un ser extraño proviniente de una tierra lejana, mientras no dejaba de intentar descubrir cuales eran sus nombres. Todas sus miradas se me clavaban como arpones en alta mar, mientras ya sólo me interesaba en algunos de ellos. Alcancé a examinar a alguno de ellos tranquila y sosegadamente, entre los rumores que salían del fondo bibliotecario. Según transcurría el tiempo, algunos empezaron a serenarse por mi continuada presencia entre ellos, otros aún mantenían cierta tensión y otros, orgullosos de sí mismos, continuaban sin dirigirme la mirada.
Cayendo suavemente la noche, creció mi interés por aquella lustrosa biblioteca aunque el cansancio acumulado durante el día venció finalmente mis últimas fuerzas y caí serena y contundentemente como una estatua derribada en favor de los derechos de los hombres. Comenzaba el viaje. A lo largo de toda la noche, tuve que enfrentarme a todos y cada uno de los tripulantes del navío, unos cayeron pronto, otros se rindieron sin más, otros ofrecieron resistencia, y algunos más resultaron durírismos de doblegar, pero a primera hora de la mañana, con el primer rayo de luz, extenuado y casi enfermo por la agotadora lucha, abrí los ojos sintiendo todo el saber adquirido de aquellas almas pertenecientes a los múltiples tripulantes durante aquel dispar viaje noctívago.