martes, 25 de septiembre de 2012

La mirada del ciego


El conglomerado de políticos con alzas discute las reglas de un mundo lejano. Juegan con cartas marcadas fiándose de un antiguo astrolabio. La brújula señala ilusiones imantadas. Sentado, observo detenidamente los árboles encuadrados en los ventanales que tengo enfrente como el políptico de la Adoración del Cordero Místico de los hermanos van Eyck en la catedral de Gante.
Retiro mi atención unos segundos y la muerte se deja oir. Un sonido engastado, con cuerpo, adusto. Un cristal sucio y compacto tiembla como un columpio atormentado al ver huir a su presa. La libertad no atiende a semáforos. La muerte en forma de paloma y trazada con un tiralíneas bañado en oro, cae desde la cuarta planta con la fuerza de un mate baloncestístico. Unos segundos antes, el sentido de la vista se hubiera sumado a la defunción. 
Allí está, inerte y pisoteada como la acera en la que yace. 

El país deambula tan desorientado como la mirada de un ciego, mientras la palabra rumbo se deshilacha del diccionario de la Real Academia de la Lengua. 

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Las horas narcóticas del sueño

Un muro de escasa calidad y grosor filtraba sus vidas con las de sus vecinos, aquellos con los que compartían, entre otras cosas, las horas narcóticas del sueño. Éste, año tras año, era dolosamente tonsurado en la misma fecha, el 31 de diciembre, la noche más estúpida de todos los tiempos.
Presente en la fiesta, sin estar invitado y como un mimo palpando un muro invisible, escuchaba silenciosamente la deshinibición de diez energúmenos entre gritos, carcajadas, música, delirio. Ruido.

Heku Okada se levantó del tatami cortando su mirada sobre el punto fijo que cinco horas antes había escogido en la pared. Su habitación estaba inundada de paciencia.

Sus reflexiones durante este tiempo le habían conducido a un país sin salida. Un país disgregado, estridente, amoral y mal educado.

La música tocaba a su fin. Llamó a la puerta de su vecino.

La sangre, como la lava tras una erupción orgiástica, avanzaba impenitentemente. Su serenidad observaba el espeso color rojo, que loseta a loseta, se dirigía hacia sus pies descalzos. Aún le debían seis horas de sueño.