lunes, 3 de junio de 2013

La sinfonía inacabada


¡Ay amigos! ¡el tiempo!, ese que mece las alegrías y las penas de los hombres como a un niño en su cuna, se deja embelesar por el baile de máscaras a la luz de esa pelea sin ganador, de ese continuo sufrimiento de las rocas por las olas del océano. El declive despuntará cuando el sol se ahogue en el horizonte de los anhelos.
Dejaría el trabajo ahora mismo para leer toda la poesía publicada desde los comienzos de la humanidad, me quedaría horas respirando el mar, esperando la llegada de algún barco de vela latina. Huiría observando a la tierra menguar. Las olas del océano, sin acordarse de la extinción del hombre, seguirán avanzando como una sinfonía inacabada mientras las ballenas aparcarían su miedo asomándose a ver la playa.
Escucharía toda la noche el ladrido del perro cansado de servir al hombre. Me quedaría quieto en mitad del bosque hasta escuchar al búho ulular, y sólo entonces, retomaría mi cansancio hacia la desesperanza. 
Entraría cada año a una farmacia para contrastar los niveles poéticos de mi corazón y sopesaría escrupulosamente la agonía de mis alientos. Abriría todas las puertas hasta encontrar el miedo. Habitaría una cabaña en mitad del bosque, lejos de todo. El balanceo de los chopos kilométricos advertiría la llegada de intrusos mientras todos los animales del bosque compartirían mesa en mitad de un claro.
El sonido de las trompetas convertiría los edificios de ladrillo en montañas milenarias, sepultando el honor de los hombres. Al amanecer, miles de caballos rebasarían al galope las colinas dejando sin amaestrar los ecos infinitos de sus cascos. Sus crines se moverían con la misma languidez que los cabellos serpenteantes de una mujer desnuda postrada contra el viento. Las curvas de su cuerpo frente al mar modularían los vientos para evitar, como un faro apagado, la llegada de barcos.

La grandeza de los actos

Ver pegar a un perro es una de las pocas excepciones por las cuales sería capaz de meterme en una pelea. Abusar de la fuerza, a sabiendas de que el otro es más débil que tú, define la cobardía.
Tengo perros desde hace 30 años y, ahora trascurridos 13 años, la vejez se cierne sobre mi querida perra Flora. El tiempo empieza a terminar de esculpir su trabajo, a impedir sus movimientos, a obstaculizar sus pasos con las barreras de la sordera y la ceguera. Sus ojos siguen siendo los mismos, su belleza y fidelidad continúan intachables. De pocos humanos podría decirse tanto. Observando la actitud durante toda su vida, me pregunto por qué hay que tener más respeto a una persona que a un perro. No me cabe la menor duda de que la vida de la mayoría de estos animales ha sido mucho más ejemplar que la de muchos hombres. No sé por qué el ser humano se ha autodesignado rey de la tierra por encima de los animales y las plantas. El planeta no es tuyo, ser miserable.
Entonces te encuentras con historias como ésta que hacen brotar la emoción. La aventura relata la convicción de un tipo, que llegando la vejez de su perro, sordo y medio ciego, se lo llevó de viaje en bicicleta por Australia, a modo de agradecimiento.

Todavía queda grandeza entre tanta mediocridad.

http://www.schnauzi.com/hombre-lleva-perro-15-anos-sordo-y-medio-ciego-a-dar-su-ultimo-paseo-alrededor-australia/

domingo, 2 de junio de 2013

Las puertas del océano


Seguimos olvidándonos del tiempo y entre el ruido pasajero desdeñamos que es más tarde de lo que pensamos. Ahogamos la conciencia en el paisaje de la velocidad mientras seguimos poniéndole precio a las personas. Continuamos buscando el incólume rédito al aire que respiramos a la vez que la prisa, compañera fiel del viento, obstruye nuestros oídos exiliando a la humanidad en la cuneta. Mientras la pendiente alcanza su punto de inflexión en su camino hacia el acantilado, la bicicleta que nos jactamos de conducir sin manos comienza a acelerar para abrir, de par en par, las puertas del océano.