martes, 29 de abril de 2014

Perro sabueso

El concierto de flauta travesera en la Sinagoga del Tránsito de Toledo había terminado, la semana se vencía y arrastrando el jueves regresaba a Madrid. Recibí el mensaje en el tren. La habíamos perdido. La sensación de peso aumentó. La jornada no había terminado.
Llegué a casa y P me describió rápidamente el recorrido realizado aquella tarde. Volví a salir. J había desechado efusivamente las tres burdas imitaciones de la verdad que se le habían servido para calmar la rabia. Los sollozos alentaban las llamas de la revolución que habían prendido en el templo y el fuego comenzaba a expandirse.

En el portal, con el mapa en la cabeza me eché al hombro las ojeras y cerré la puerta. El aire fresco me espabiló un poco y midiendo mis pasos, comencé a caminar. El primer tramo estaba descartado puesto que la desaparición estaba localizada en otro punto más adelante. Aún así, fijé la mirada en el suelo, en los bordillos y en la lluvia caída esa tarde que lo abrillantaba todo, hasta la suciedad.

Comencé analizando metro a metro y barriendo visualmente la acera como un buscador de metales en una playa. Una vez que doblé la esquina, bajé una larga calle y dejé a la derecha la iglesia a la que uno no se encomienda nunca. Crucé el paso de cebra invitando al sarcasmo y me dirigí al punto de partida de la pérdida. El número de registro de bordillos seguía aumentando.

Llegué delante de la farmacia donde oficialmente la desaparición había tenido lugar. Hice una inspección rápida en todas direcciones y tras una mirada en un par de cubos de basura cercanos cogí un soporte de madera que imaginé adecuado para colocar plantas. En esos momentos comencé la búsqueda por el paseo de la duda. Afiné el ojo como el que saca punta a la nariz de un perro sabueso y al llegar de nuevo a la calle principal, giré de nuevo y continué por la acera llena de bares. Abrí otros cubos de basura que encontré a mi paso y retiré algunas bolsas esperando encontrar el cuerpo pero el resultado fue negativo y pestilente.
Tras preguntar a todos los camareros de los últimos bares abiertos, recibir miradas de perplejidad y asumir las negativas, me cuestioné si aquella había sido realmente una pérdida, un desaire, un suicidio o una fuga bien meditada.
En uno de ellos, un camarero me dijo que hacía pocos minutos habían pasado unos cuantos rumanos que siempre andan por el barrio, lo que aumentó de nuevo mi pesadumbre. Me imaginé siguiéndoles y negociando un precio en cualquier lado. Giré la última de las esquinas y tras el último vistazo echado debajo de varios coches concluí que las jardineras sólo se alquilaban a las colillas y excepcionalmente a algún tipo de papel arrugado. Terminado el recorrido me encontraba de nuevo en el portal acompañado de la frustración y la rabia.
Las opciones que se presentaban eran las de convivir con las llamas del infierno enfrentándote al mal cada día o intentarlo de nuevo. Me giré y decidí recorrer el camino inverso. Pasé por delante de los mismos coches, bordillos y camareros, depositando las últimas miradas que me quedaban.

-¿Dónde has dejado la tabla?- me preguntó curioso uno de los camareros al verme pasar de nuevo. -Por ahí- le respondí rápidamente mientras continuaba mi búsqueda.

En uno de aquellos pasos y con la poca luz que llegaba de una escuálida farola, abrí un poco más el ángulo de visión y allí coincidieron nuestras miradas. Se encontraba descartada, lastimada y mojada encima de una pila de mesas metálicas. La miré y recordé aquello que sonaba en aquella bulería: "Yo me embarqué en un vapor, ahí solo había cielo y agua, ay maíta donde iba yo". La sensación de alivio dejó paso a una exhalación profunda acompañada del descenso brusco de la sensación de pesadez.

-El que la sigue la consigue- me dijo el camarero desde el umbral de la puerta del bar mientras degustaba la victoria ajena.
-¡Qué no se hará por una hija!-, le respondí, mientras nuestras sonrisas se despedían y mi respiración retornaba a un ritmo pausado.
Llegué a casa y fingí no haberla encontrado, mostrando en cambio el soporte de madera para las plantas. La sensación de ansiedad y extrañeza mostrada por P fue compensada a los pocos segundos por la de la emoción al enseñarle a la desaparecida. P casi alcanzó las lágrimas y yo prometí contárselo años después.

Aquella noche experimenté la emoción de no fracasar. Yo buscaré cebras por tí.

Fotografía: Julio González



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