jueves, 6 de enero de 2011

Un día bajo el mar de piedra



Un día corriente en el eficiente suburbano de Madrid. Leo para matar las paradas. Escucho música para aislarme del mundo subterráneo. A mi lado dos sitios libres. Una pareja que sobrepasa los 60 años y una joven negra con su amiga se acercan para disputarse los asientos. Por cercanía llega antes la pareja madura. Se sientan despacio y de forma directa. La joven, en voz alta dice a su amiga: "joder, siéntense, siéntense...cómo se las gastan tus paisanos...", un aire de desprecio baña sus palabras así como sus miradas hacia los ganadores. De nuevo repite más o menos los mismos exabruptos. La pareja sexagenaria, con la cabeza gacha, hace oídos sordos. Por alusiones, retiro mis ojos del libro y miro fijamente a la joven vociferante, intentando decirle que no tiene razón, que cierre su maleducado pico y que asista de nuevo al colegio del respeto y la educación, si alguna vez asistió a alguno. Como era de preveer, la comprensión del sutíl gesto visual fue imposible. Si una persona no puede entender una mirada, difícilmente va a poder entender una larga explicación. Sigo leyendo. La joven soez con botas de dartacañera, tan en boga en estos tiempos, y su amiga la Paqui continúan hablando y dándose la razón mutuamente a golpe de zafias palabras sobre un asunto del cuñado gilipollas de esta última, fíjate tía.
Una parada más tarde, se quedan libres los asientos de enfrente a los de la pareja y el mío. Las dos horteras, se sientan en ellos y la negra elije premeditadamente no sentarse en frente del señor ganador del premio, y sí en el que está en frente del mío. De nuevo, una o dos paradas más tarde, tanto la pareja muda de señores como el dúo de pájaras de bajos vuelos se levantan y coinciden en su salida del vagón. Ya ves.

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