Un día corriente en el eficiente suburbano de Madrid. Leo para matar las paradas. Escucho música para aislarme del mundo subterráneo. A mi lado dos sitios libres. Una pareja que sobrepasa los 60 años y una joven negra con su amiga se acercan para disputarse los asientos. Por cercanía llega antes la pareja madura. Se sientan despacio y de forma directa. La joven, en voz alta dice a su amiga: "joder, siéntense, siéntense...cómo se las gastan tus paisanos...", un aire de desprecio baña sus palabras así como sus miradas hacia los ganadores. De nuevo repite más o menos los mismos exabruptos. La pareja sexagenaria, con la cabeza gacha, hace oídos sordos. Por alusiones, retiro mis ojos del libro y miro fijamente a la joven vociferante, intentando decirle que no tiene razón, que cierre su maleducado pico y que asista de nuevo al colegio del respeto y la educación, si alguna vez asistió a alguno. Como era de preveer, la comprensión del sutíl gesto visual fue imposible. Si una persona no puede entender una mirada, difícilmente va a poder entender una larga explicación. Sigo leyendo. La joven soez con botas de dartacañera, tan en boga en estos tiempos, y su amiga la Paqui continúan hablando y dándose la razón mutuamente a golpe de zafias palabras sobre un asunto del cuñado gilipollas de esta última, fíjate tía.
Una parada más tarde, se quedan libres los asientos de enfrente a los de la pareja y el mío. Las dos horteras, se sientan en ellos y la negra elije premeditadamente no sentarse en frente del señor ganador del premio, y sí en el que está en frente del mío. De nuevo, una o dos paradas más tarde, tanto la pareja muda de señores como el dúo de pájaras de bajos vuelos se levantan y coinciden en su salida del vagón. Ya ves.
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